Cuidar la última mirada que una familia tendrá de un ser querido, aliviar el dolor y encontrar belleza en el duelo. Esa es la misión de los agentes funerarios, los pilares de apoyo para las familias que enfrentan la pérdida. Después de cincuenta años recorriendo los valles de la muerte, hoy puedo afirmar que no trabajamos con la muerte, sino con la vida.
Muchos creen que, para un funerario, la muerte es solo un acontecimiento trivial, que la convivencia diaria con el dolor ajeno hace más llevadera la propia pérdida. Sin embargo, para quienes honramos nuestra profesión, la muerte es un acontecimiento único, tan doloroso como el nacimiento, tan impactante y revelador como el amanecer.
Con los años, uno empieza a percibir la inmensa energía inmanente al acto de fallecer. Esto no nos lleva a aceptarla pasivamente, sino a respetarla profundamente.
Existe una diferencia esencial entre aceptar la muerte y respetarla: quien la acepta puede perder el entusiasmo por vivir, pero quien la respeta comprende su papel en el ciclo de la existencia y en la evolución del alma. Para que Eros, el dios del amor, permita que surjan nuevas vidas, es necesario que se desgarren los tejidos de Tánatos. Solo hay respeto cuando hay amor por la profesión.
La esencia inmanente del alma necesita y desea vivir eternamente; su fuerza proviene de la transformación, y la muerte es un momento vital en ese proceso. No es un final absoluto, sino un paso más, un rito inevitable en la travesía de nuestra existencia.
El funerario, al presenciar innumerables veces esta transición, no se vuelve indiferente, sino que aprende a reconocer la grandeza de este misterio, respetando cada partida como parte de un flujo mayor de la naturaleza. Su misión es encargarse de las tareas necesarias y sumamente delicadas para que las familias tengan tiempo de sentir el dolor y despedirse con calma.
En este camino —cincuenta años como funerario—, siendo testigo de transiciones naturales y también de las más violentas, puedo afirmar que la muerte brinda al alma y al espíritu la oportunidad de nuevas experiencias en otras esferas, más allá de este mundo químico encerrado en la materia. Es necesario dejar atrás la densidad terrenal para ser conducidos a un estado de crecimiento, renovación y evolución.
Las múltiples muertes simbólicas que atravesamos en nuestro camino terrenal nos preparan para la muerte definitiva, aquella en la que dejamos el cuerpo, porque del polvo venimos y al polvo volveremos. Este proceso nos fortalece y nos enseña que, al dominar el pasado —nuestra existencia terrenal—, podemos también dominar el futuro —nuestra existencia cósmica—.
Un último suspiro, una última mirada… no es más que un hasta pronto en nuestro viaje celestial.
Un aporte de Lourival Panhozzi, ABREDIF.